sábado, 23 de marzo de 2013

Setenta y tres.


Hace tiempo que dejó de haber alegría. No había estremecimiento. No hay nada. Silencio. Miedo. Oscuridad. Y se echa a llorar con rabia. Llora porque no siente lo que le gustaría sentir. Llora porque a veces no hay culpa y no quisieras hacer sufrir a nadie, pero te sientes desagradecida. Preguntas, demasiadas preguntas para ocultar la única verdad que ya conoce. Pero otra cosa es admitirla. Admitirla significa doblar en la próxima esquina y coger otro camino. Luego se busca. Se mira en el espejo. Pero no se encuentra. Es otra. Y piensa en ese final que le falta y que siempre le ha faltado. Ese final que ha buscado como una respuesta que no tenía valor ni para plantearse siquiera a si misma. Ese final a lo mejor ha llegado. Los días pasan lentos, uno tras otro, sin que sean diferentes. Esos días extraños, de los que uno no se acuerda ni de la fecha. Cuando por un instante te das cuenta de que no estás viviendo. Te está ocurriendo lo peor que te podía pasar. Estás sobreviviendo. Y a lo mejor todavía no es demasiado tarde. Luego, una noche. La noche aquella. De repente, vivir de nuevo...
Enciende la radio y apaga todo lo demás. Oscuridad. Suspiros repentinos. Manos que se cruzan, divertidas, ligeras. Desabotonan, buscan, encuentran. Una caricia, un beso. Y otro beso y una camisa que resbala. Un cinturón que se abre. Una cremallera que baja lentamente. Un salto en la oscuridad pintada de oscuridad. Feliz de estar allí... Oscuridad hecha de deseo, de ganas, de ligera transgresión. La más hermosa, la más suave, la más deseable. Coches que pasan veloces por la carretera. Faros que iluminan como un rayo y desaparecen. Ráfagas de luz que dibujan bocas abiertas, deseos suspendidos, sufridos, alcanzados, cumplidos, ojos cerrados, luego abiertos. Y más y más. Como entre las nubes. Excitación, humedad. Abajo y arriba. Subir y bajar. Lento, más lento. Rápido, más y más rápido. Cabellos alborotados. Gemidos, cada gemido suyo era música para sus oídos. Y manos, manos que proporcionan placer. Bocas en busca de un mordisco. Nadie tiene tiempo de reparar en aquel amor que sigue el ritmo de una música al azar. Y dos corazones acelerados que no frenan, que están a punto de chocar dulcemente...

La chica de los gatos.

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