Ayer tarde estábamos sentados junto a la mesa. No hacíamos nada, ni siquiera hablábamos. Yo tenía apoyada mi mano sobre un cenicero sin cenizas. Estábamos tristes: así era como estábamos, tristes. Pero era una tristeza dulce, casi una paz.
Lo estaba mirando y de pronto movió los labios para decir dos palabras. Dijo: "Te quiero". Entonces me di cuenta de que era la primera vez que lo decía, más aún; que era la primera vez que me lo decía alguien. Lucas me lo hubiera repetido veinte veces por noche. Para él, repetirlo era como otro beso, era un simple resorte del juego amoroso. Él, en cambio, lo había dicho una vez, la necesaria.
Quizá ya no precise decirlo más, porque no es un juego: es una esencia. Entonces sentí una tremenda opresión en el pecho, una opresión en la que no parecía estar afectado ningún órgano físico, pero que era casi asfixiante, insoportable. Ahí, en el pecho, cerca de la garganta, ahí debe estar el alma, hecha un ovillo. "Hasta ahora no te lo había dicho", murmuró, "no porque no te quisiera, sino porque ignoraba por qué te quería. Ahora lo sé."
La chica de los gatos.
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