Ella pidió un licor. Él un café, solo. Ella pagó su consumición y se sentó en una mesa que daba a la calle, él imitó sus movimientos. El reloj de ambos marcaba las ocho y cuarto, y fuera, en el mundo real, seguía lloviendo. Ella clavó sus ojos en él, él apartó la mirada. Él musitó algo, ella pareció no escucharlo. Un breve silencio bailó entre los dos cuerpos hasta que ella se decidió a romperlo.
-Quiero que lo intentemos- balbuceó entre tímidas sonrisas.
-¿Que intentemos qué, loca?- soltó una carcajada agria y acto seguido bebió un trago- Si ni siquiera me conoces.
-Sí, claro que te conozco. ¿Por qué dices eso? Sé que estás solo desde hace tiempo, y que lo detestas. Sales de trabajar a las ocho, tomas algo en esta cafetería y deseas que el tiempo se consuma rápido, muy rápido, porque te da miedo volver a casa y no encontrar a nadie entre las sábanas- respiró, dio un pequeño sobro al licor y limpió sus labios lentamente con una servilleta-. Sé que tienes miedo de levantarte de madrugada y ahogarte en el silencio de una casa que cada día te parece más y más grande. Sé que crees que la vida no puede dar más de sí y que te limitas a ver pasar trenes, sin subirte a ninguno.
-¿Hablas de mi o de ti?
-De los dos. Tú estás solo, yo estoy sola, ¿qué más tengo que saber?
La chica de los gatos.
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