martes, 26 de marzo de 2013

Ochenta y cinco.


No fue fácil quererse, aunque ellos lo intentaron con todas sus fuerzas. Solían tomar helado después de cenar, acomodados en el sofá biplaza que empezaba a amoldarse a sus cuerpos como si llevaran allí toda la vida. Algunas veces ella hacía parpadear las lámparas del pequeño apartamento para hacerle reír, y él, un poco asustado sin confesarlo, bailoteaba a su alrededor mientras las luces le iluminaban los ojos.
A ella le gustaban sus ojos. Ojos de pena, de océano atlántico. Tenía las pestañas largas y densas, propicias a la borrasca, y cuando lloraba pendían de ellas goterones enormes que amenazaban con arrasarlo todo. Entonces imaginaba que extendía sus dedos y las arrastraba por las mejillas, secándolas lento con su electricidad. Alguna vez llegó a pedírselo, pero él no le dejó intentarlo. Ambos sabían que de haberlo hecho habría recibido una descarga sin retorno, así que cuando le daba uno de sus ataques de llano la obligaba a salir de la habitación y ella tenía que conformarse con quedarse al otro lado de la puerta hasta que se le pasaba y podían volver a estar juntos.
Aquel día, sin embargo, se negó a irse. Él empezó a llorar de improviso, mientras hacían el amor, y por un momento ella pensó que sería de alegría. Quiso tocarle las lágrimas pero él la rechazó, y de dos zancadas se plantó en la otra punta del cuarto. Ella se apretó las rodillas contra el pecho y le dijo que no le dejaría solo. Pasara lo que pasara, se quedaría allí sentada hasta que dejara de llorar y pudiera volver a la cama con ella.
-Tienes que marcharte. ¡Podría hacerte daño! No puedo parar si sé que estoy poniéndote en peligro - gimió él, mirándola con su cara de perro triste, la que más le gustaba a ella.
-No. La pena duele menos cuando alguien está contigo. Yo lo sé, desde que me quieres tengo muchos menos calambres en el estómago. Así que no me voy a ir. Me quedaré aquí sentada, treparé por los muebles si hace falta, pero no te dejaré solo. Ya verás como al final se para. Ya lo verás - le contestó, con los ojos muy abiertos.
Temblaba de miedo, y, sin embargo, no se movió cuando notó el agua salada mojándole la punta de los pies. Los recogió más contra su cuerpo y siguió allí, iluminando cada vez con más intensidad la bombilla del techo, hasta el agua arrasó con la cama y tuvo que subirse al armario para no electrocutarse.
-¡Vete, por favor! Si no luego será demasiado tarde. Por favor, por favor, márchate. No quiero hacerte daño - hipaba él, fuerte, mientras ella seguía observándole con la cara muy blanca y los dientes apretados.
Pero no iba a irse. Estaban juntos en aquello, y si él lloraba hasta ahogarse, ella se ahogaría también.

La chica de los gatos.

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