martes, 5 de febrero de 2013

Treinta y dos.


Estaba tumbada en la cama, mirando absorta algún punto fijo entre las grietas del techo, mientras la persiana a medio bajar coloreaba en su tripa lunares de luz.
Tenía una estantería llena de libros viejos y empolvados, algunos los había leído y de otros simplemente había ojeado las ilustraciones. También tenía un viejo tocadiscos y una colección de fotografías enganchadas a hilos que colgaban de una pared a otra. Tenía recuerdos y motivos por los que vestirse, pintarse los labios de color rojo y acabar con su destierro del mundo, sin embargo no tenía ganas y tampoco te tenía a ti... Ésta última idea le consumía poco a poco, al tiempo que sus cigarrillos también lo hacían entre sus dientes. Los días se iban sucediendo uno a uno, como obra de teatro vulgares. Cada media noche el telón caía y ella aplaudía entre sollozos, a tientas, destrozando el silencio.
Llovió mil veces y nevó mil veces más, el contestador se llenó de mensajes hipócritas y palabras vacías... y M se llevó una terrible decepción al hallar sus propios latidos aun correteando por su pecho la mañana número 137... Se acostumbró a su propio dolor, aprendió a aceptarlo... lo acariciaba. Era suyo, más de lo que cualquier otra cosa lo había sido en su vida. Se quedó ahí mucho tiempo, inerte, acostada con su dolor, abrazada a él con las piernas enredadas, con los pies fríos y con los labios secos.

La chica de los gatos.

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