sábado, 23 de febrero de 2013

Cuarenta y tres.


A la vuelta de la esquina le esperaba. Le agarró el brazo y le empujó hacia el muro, atrapándole entre su cuerpo y la montaña de ladrillos. Él la miraba extrañado, con cara de sorprendido, pero enseguida se dio cuenta de lo que pasaba: sus ojos de leona ardían a temperatura de cocción. Le miraba sugerente, induciéndole a pensar lo que ella estaba pensando hacer y él no podía apartar la mirada, relamiéndose ante la posibilidad de que aquello fuese real. 
Se mordió suavemente el labio inferior y a él se le escapó todo el aire de los pulmones. Sentía el roce de sus pechos, seductores a través de un nada tímido escote. Intentaba resistirse a la irremediable tentación de hundirse en ellos a lametazos... Ella se pegó a su cuerpo, encerrándole con la pared y rodeándole con sus brazos. No tenía escapatoria, esa noche había decidido dar rienda suelta a los instintos y no iba a aceptar un "no" por respuesta. Le agarró la cuadrada mandíbula poblada de la típica barba de tres días y le plantó un beso. Pero un beso suave, tierno, lento, de los que rozan ligeramente el abismo, haciendo contraste con la fuerza y la pasión que despedía cada centímetro de su cuerpo.
Fue la gota que colmó el vaso: él no pudo resistirse más a ese cuerpo que se le ofrecía para viajar al infierno. La agarró por la cintura, y en un arrebato la levantó en el aire y cambiaron las tornas. Ahora era ella que estaba atrapada entre aquellos ojos y la pared, y sin tomar conciencia, metió las manos en los bolsillos de los apretados vaqueros, sujetándole y atrayendo su cadera hacia ella.
El beso tierno y la mirada de leona mutaron. Sus ojos, habitualmente fríos, de hielo, reflejaban las llamas que ardían en su pecho y él sabía perfectamente cómo hacer que se consumieran hasta las cenizas. Agarrándola por la nuca, mordió sus labios y disparó la cascada de besos, húmedos, calientes, traidores. Sus lenguas libraban una batalla a muerte y pronto los labios les parecieron pequeños. Él descendió a bocados por su cuello, mordisqueando su oreja, jadeándole al oído y ella sintió como el placer le recorría la médula.
Le quitó la camiseta con impaciencia, deseando sentir su piel más cerca, le dio igual que alguien pudiera verles, solo estaban ellos y sus cuerpos. Ante un nuevo bocado en el cuello, ella clavó sus manos en la espalda de él, deslizándolas hacia abajo, rodeando el hueso de su cadera, enfrentándose a la frontera marcada por el borde de los vaqueros... Agarró el botón y, dejando de besarle, le miró con aire pícaro, sonriendo de esa forma que no auguraba nada bueno, como pidiéndole permiso. Él no tenía ninguna duda, agarró las manos suaves y juntos desabrocharon uno a uno los interminables botones.

La chica de los gatos.

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