viernes, 28 de junio de 2013

Ciento setenta y nueve.


Si yo quiero dormir, pero no me dejan (María H. Sánchez). Siempre ha sido culpa de todas esas voces que tenía en mi cabeza, y no dejaban de gritarme: "¡Viva hacer las cosas mal!" (Parkazo). Y, con ese simple argumento, conseguían sacarme siempre de la cama y arrastrarme a los lugares más insospechados. Y, ¿a quién le importa que sean las cuatro de la mañana de un miércoles y mañana tengas clase? Yo estoy bien así, paseando por un parque con un desconocido que me pareció lo suficientemente extravagante en el bar de turno.
Recuerdo cuando no paraba de repetir aquello de "Decirle a alguien que es raro porque no tienes suficiente valor para decirle que es especial" (Nicole). Lástima que ya nada sea, ni por asomo, parecido. No, ahora todo el mundo es raro y yo no me canso de decírselo, pero de ahí a que sean especiales va un trecho. Pero bueno, tiene su gracia, y es que en una de esas absurdas salidas le conocí a él. Todos sabemos que el mejor momento es aquel que ocurre un día que no te imaginas, y que te llevas imaginando años (Blanca) y, para que negarlo, yo siempre he sido la señorita romanticoide que ha soñado con que esto pasara miles de millones de veces. Aunque he aprendido a hacerme la dura. Ahora solo lloro por escrito (Srta. While). Y por supuesto nunca se lo dejo ver a nadie.
Al final, con los años, he llegado a una brillante conclusión, algo así como una filosofía de vida que se puede resumir con la frase: "Hagas lo que hagas, ámalo" (Miqui Brightside), ya sea hablar con desconocidos en un parque o llorar por escrito.

La chica de los gatos.

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