sábado, 6 de abril de 2013

Noventa y seis.


Ese bar siempre tuvo un olor triste, sobre todo cuando me levantaba de mi cama a las dos de la mañana de cualquier martes y me arrastraba hasta allí de la mano de mis fantasmas. Sobre todo cuando te veía al otro lado de la barra, abrazado a tu copa y a la cintura de cualquier chica que se dejara... Nunca podría acostumbrarme a verte así, viviendo a esa velocidad que me dejaba tan atrás, que hacía que nuestros recuerdos se volvieran tan borrosos y nuestros bailes lentos, demasiado lentos para ti.
Creo que el camarero podía leerme el pensamiento, porque me miraba con esa compasión con la que se mira a alguien que ha perdido algo que tú no le puedes devolver, o porque siempre me cargaba la copa más de la cuenta. Pero yo no necesito una de esas historias de cine en la que el desamor va acompañado del alcohol para olvidar, no necesito olvidar...
Quiero recordar,  mirarte desde la otra esquina del local y esperar a que el dolor se haga insoportable. Volver a casa, poner esa canción y dejar que el miedo me hable de nosotros dos. Enfurecerme y gritar, gritar y llorar... Inventarnos follando en cualquier cama, recuperarte en cualquier parte y emborronar nuestros recuerdos felices. Morir poco a poco, perder el equilibrio, y repetírmelo una y otra vez: es imposible.
Pero a pesar de todo, mañana volveré. Y tú harás, como cada noche, que no me has visto. Exagerarás tus movimientos para que no se me escape el detalle de tu mano deslizándose por debajo de cualquier falda, y te reirás más alto de lo normal. Cada noche nos alejaremos diez pasos, tú sonriendo y yo con esta cara tan triste. Cada noche pondré a prueba mi dolor... y llegará el día en que no te conozca y sin embargo no me marche. ¿Sabes por qué? Porque creo que en el fondo hay algo.
Sigue habiendo algo.

La chica de los gatos.

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