Yo que me pasé más de cien calles buscando en la basura unos labios que me dijeran "esta noche, quédate", acabé tropezándome contigo. Aquella noche no sólo te quedaste, sino que me enseñaste que jugar con lo prohibido hacía el mundo un poco más divertido. Y otra noche de quiéreme a escondidas y ¿capaz o incapaz?
Tan capaz de quedarte, como incapaz de largarte.
Y luego, esperar en silencio de lunes a jueves, con ganas de morderte, a que llegue otra vez el momento perfecto. El momento de darte un beso prohibido a media luz, con lluvia en las pestañas y electricidad en el corazón. Temblando, como si fuera la primera vez, como si fueras a largarte después... y no quisieras. Y yo confieso que no quiero más que eso, que te quedes una noche a la semana, un trocito compartido cuando dan las doce y las carrozas se conviertan en calabazas. Acabar bailando rock and roll en cualquier bar, hasta que me digas que muevo el culo con un swing que derrite hasta el hielo de las copas. Y el sol nos sorprenda jugando.
La curiosidad mató al gato, y mientras yo me imagino dando vueltas por tu ombligo, tú te conviertes en gato; y yo me obsesiono contigo, y mientras tú conmigo. Luego te vuelves caballero por momentos, intentando escapar de mis ojos, y lo niegas. Pero también esperas de nuevo el momento, el momento en el que te susurre al oído "esta noche, quédate". Y te quedes. Y otra vez, si tú dices venga, yo digo vale.
La chica de los gatos.
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