lunes, 26 de agosto de 2013

Doscientos veintisiete.


Sí, podría darte mi número, y seguramente tú me llamarías y yo esperaría más niña que lo hicieras. Quedaríamos en algún sitio amable y al principio los dos nos sentiríamos especialmente torpes con las palabras. Te tiraría el humo a la cara por los nervios y tú me darías una patada por debajo de la mesa, pero nos reiríamos y a partir de ahí todo se volvería más fácil. Jugaríamos a pagar rondas de vergüenza, hasta emborracharnos la brusquedad por besarnos. Se nos haría de día presentándonos desnudos en el sofá y bromearíamos sobre la necesidad de repetirlo. Quedaríamos muchas veces más, al principio buscando excusas, después excusándonos por no hacerlo. Y todo sería sospechosamente perfecto: la cama, la risa, el ejército de hormigas en la barriga
Y de repente, llegaría la mañana en la que te das cuenta de que estás queriendo con la cabeza, el corazón, el humor y el sexo. Con suerte ninguno de los dos enfermaría de cobardía y no nos arañaríamos demasiado. Como primicia, no le daríamos importancia a los enfados y luego nos enfadaríamos sin importarnos. Nos creeríamos invencibles, pero llegaría la noche fría en la que me pondrías la mano encima y yo no la sentiría. O el momento en que tú aborrecerías mi manera de contarte cómo me ha ido el día. Puede que hasta consiguiéramos fingir la vehemencia suficiente como para pretender que el desencanto no resultase tan doloroso. Como mínimo, uno de los dos saldría trasquilado, y no es que me acojone la posibilidad de que me hagas daño... Pero últimamente ando aquejada de pereza, se me ha dormido el corazón y no me encuentro por ningún lado las ganas de querer. Y encima, lo que yo quisiera es un amor al revés, uno que empezara mal y terminara bien. Uno que empezara con gritos, siguiera con caricias y se agarrara con besos. Un amor totalmente del revés. Uno que no terminara.

La chica de los gatos.

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