martes, 27 de agosto de 2013

Doscientos treinta y nueve.


Conquisto tu lado de la cama con la falsa recompensa de creerme que tampoco has dejado un vacío tan grande. Me saco el corazón, lo pongo en la mesa e intento convencerlo de que me haga caso, pero me mira altanero y me escupe que ya no soy su dueño, y masculla por lo bajo que no he estado muy fina eligiendo. Me lo vuelvo a meter de un suspiro y se me atasca en la garganta.
Me encomiendo a mi cabal cabecita, pero es una señorita tan estúpida sabelotodo que tampoco la soporto, así que la mando a paseo con sus agotadores consejos de manual.
Y hablando de paseos, ahora me sobra una mano cuando deambulo por las calles. Siempre vuelvo a casa por el camino que me enseñaste, aunque sea más aburrido. Tic tac, tic tac, escucho el reloj que llevo dentro, el que cuenta mis horas desiertas. Me registro para asegurarme de que sigo entera, pero me asalta el presentimiento de que he debido dejarme en algún rinconcito tuyo. Me repito que ya no me quieres, y cuando oigo esa vocecita que me insinúa que no es verdad, la mano callar. 
Cuento los días de dos en dos, a ver si así llega antes la mañana en la que no me duelas. Excepto maniatar a la tristeza, sigo haciendo más o menos las mismas cosas que antes, pero sin que tú me mires...

La chica de los gatos.

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