lunes, 25 de noviembre de 2013

Trescientos veinticinco.


Como te confesé la primera noche: solo tengo un puñado de palabras, y prometí usarlas para hacerte reír. Me puse peluca y sombrero, la cara pintada y el disfraz de aprendiz ingenua que juega a bajarte los pantalones.
Puedo decir que tu risa es algo que siempre me he tomado muy en serio. Cada cual tiene su gasolina para rugir, la mía es mezcla de labios y cuentos con leve inclinación de gesto cuando la risa te desborda la boca.
Por supuesto el tiempo es tiempo, y la arena no siempre es playa. Estar ahí, cogerte la mano al dar un paseo, ayudarte a dormir, todo eso. Alguna vez te vi llorar y alguna vez también te vi contener las lágrimas. Te escuché hablar con voz cansada de cuna mientras por dentro había una hoguera de hielos que te quemaban.
Y me quedé en silencio, sin saber qué decir, yo, que te confesé que solo tenía un puñado de palabras y prometí usarlas para hacerte reír. Me quedé en silencio, rota al verte resquebrajado. Asustada y muerta de miedo, como una niña feliz que al mirarse solo ve la pálida cara de una mujer triste al otro lado del espejo
Tragué saliva, respiré, y pellizqué mis heridas para entender que lo bueno de los malos momentos es que se pasan. Lo malo, es que los buenos también.

La chica de los gatos.

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