lunes, 8 de julio de 2013

Ciento ochenta y nueve.


El amor comienza normalmente por la vista. Tal vez por un flechazo al verlo sentado en el banco de un parque, o tras encontrártelo varias veces en el autobús camino de clase. Si consiguieras oír su voz, comenzaría la participación del oído. El amor podría consolidarse en tu pecho al escucharlo decir ternuras o coincidencias con tu forma de ser, o podría derrumbarse si hiciera declaraciones como las de Raúl tras un partido. En tercer lugar vendría el olfato, el olor corporal, su perfume, su champú. Digo en tercer lugar, pero hay científicos que lo sitúan en primer lugar, ya que son las feromonas las que determinan la elección. Es algo más animal que lógico, dicen. Incluso afirman que las pocas personas que por lesiones o causas perinatales han perdido el olfato, son incapaces de enamorarse y caen en continuas depresiones.
Si la cosa va bien, como parece ser, en algún momento entrará en juego el tacto con algún roce de manos fortuito, algo liviano que se irá intensificando poco a poco. Ese es el objetivo, que el roce pase de lo fortuito a lo íntimo, quizá con algún abrazo de despedida o alguna caricia amistosa como antesala de lo que parece inexorable: que se complete el ciclo del amor con el gusto justo en el momento en que juntemos nuestros labios en el primer beso.

La chica de los gatos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario