Se amaron con locura, como dos amantes que lo saben todo uno de otro, sin preguntar, sin dudas. Ella dejó que él se la llevara a la luna, que jugara con ella hasta la saciedad. Empapados de sudor y gemidos, llenaron de vaho los cristales del coche, cubículo de amor que recogía sus silencios y sus miradas, que se balanceaba al compás de dos cuerpos que parecían ser uno solo. Durante minutos, o quizás años enteros, ella fue para él y él para ella, sin que hubiera nadie más, sin que las prohibiciones o las terceras personas importaran.
En aquel instante crucial, ella consiguió lo que había deseado desde que le había conocido: ser lo único para él. Con un último suspiro, él cayó sobre ella. Sus cuerpos, mojados y exhaustos, se detuvieron, sin querer moverse más. Dejaron que los minutos pasaran, sintiéndose uno, sin pensar un instante siquiera en romper aquella magia. Pero cuando él se levantó y la miró a los ojos, sonriendo, ella sintió que nunca, jamás, dejaría de haber magia en aquel día. Él rozó sus labios, sin dejar de mirarla, sin dejar de sonreír, empapándola de ternura, una ternura deliciosa que la paralizaba. Le susurró que se acercara a ella y él, como un niño bueno, apoyó la cabeza sobre su pecho y se abandonó al contacto de las manos suaves que se perdían por su espalda...
La chica de los gatos.
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