Para transitar algunos dolores, para poder abrirnos a ellos, hay que animarse a perdonar. Perdonar es soltar la culpa, dejarla ir. La culpa es un ancla que nos detiene. Al perdonar, al soltar la culpa, nos soltamos a nosotros. Nos permitimos avanzar. Castigarnos una y otra vez por algo que no podemos cambiar nos detiene en el tiempo. Hay que salirse de la huella, de esos pasos que nos llevan una y otra vez al mismo camino. Perdonar, perdonarse, es crecer. Hay que animarse a avanzar, a no repetir las mismas respuestas a los mismos problemas. Nos cuesta perdonarnos y eso nos destina a quedarnos congelados en el error que cometimos.
No perdonarnos, es nuestra forma de castigarnos. Perdonar es más que perdonar a otro, es entender que no somos culpables de las impotencias de los otros. Cuando repetimos aquello que nos hace mal, en realidad es nuestro intento por repararlo. Es un intento porque aquello que fue, no sea. Cuando volvemos al mismo sentimiento, buscamos la posibilidad de cambiar lo que pasó. Un imposible.
Perdonar es soltar la culpa de existir. Hay deseos muertos, que nos atan, nos detienen en el camino. Están los otros, los que nos empujan, los que nos abren el camino. Los deseos muertos quieren cambiar lo que no se puede cambiar. Nos hacen mirar atrás, niegan el perdón y la posibilidad de perdonar. Perdonar es dejar en el pasado, lo que es el pasado. Es acomodar ese trauma en donde corresponde. Es reconstruir desde las ruinas. Es cerrar esa puerta. Es dejar que el tren avance. Es volver a jugar el partido. Es afirmar la propia identidad. Es animarse a ser otro. Es superar nuestros miedos. Es enfrentar nuestros miedos. Es luchar contra nuestros demonios. Es reencontrarse con uno mismo. Perdonar y perdonarse es soltar eso que nos tiene detenidos en el tiempo, y al fin poder avanzar.
La chica de los gatos.