jueves, 3 de abril de 2014

Noventa y seis.


La primera vez que lo vio, se le pasó por la cabeza la imagen de ellos dos en una cama, pero no podía llegar a imaginarse que acabarían durmiendo juntos en tres ciudades distintas, ni que (con lo mucho que M. odia los sonidos nocturnos) identificaría la felicidad con sentir su respiración en la nuca. La primera vez que lo vio, pensó en eso de que los chicos malos siempre traen problemas, pero no sabía que a partir de ese momento todo sería dolor; dolor que estaría obligada a disfrazar con una sonrisa por cada canción. Y conformarse con caricias a la mitad...
Ahora se gira para verlo marchar cada vez que se despiden, cuenta los días que faltan y llama con cualquier excusa sólo para escuchar una voz. Ahora todo es jodidamente complicado, porque los sentimientos de los que no consigue librarse no la dejan pensar con claridad. Ni respirar. Y quiere escapar por la puerta de atrás antes de que el dolor se haga insoportable, pero no puede. Está aquí, inmóvil, atrapada. Viviendo siempre a tu lado sin estar contigo. Y odia, odia todo lo que puede y más su aspecto, su pelo, sus botas, su forma de hablar, que lea su pensamiento, que tenga razón. Tenerlo cerca y no tenerlo. Que siempre esté. Odia no poder odiarlo. Porque no lo odia ni siquiera un poco, nada en absoluto.

La chica de los gatos.

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