Los domingos que llovía nos quedábamos toda la mañana metidos en la cama, escuchando en silencio como las gotas de agua repiqueteaban en los cristales. Cuando nos entraba hambre nos devorábamos los te quieros, y no dejábamos ni una miga, ni un latido que se escapara entre las sábanas.
A veces hacía sombras en la pared con tus manos... creabas monstruos feroces, enormes y terribles que se acercaban cada vez más a mi para comerme. Yo me hacía la asustada... me escondía detrás de tu espalda, aceleraba mi respiración a propósito y hasta conseguía derramar alguna lágrima de cocodrilo. Era la gran interpretación de mi vida, solo por verte creyéndote un héroe mientras hacías desaparecer mis pesadillas, solo por tus abrazos de oso, tus mimos y el tazón de colacao que me preparabas para que se me pasara el disgusto.
Te creías mi héroe, aquel que mataría monstruos por mí solo con un chasquido de dedos. Y dentro de nuestra actuación éramos los más felices del mundo.
La chica de los gatos.
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