Empezó en otoño y duró casi hasta la primavera. A medida que el año se iba volviendo cada vez más oscuro y frío, ella se hacía cada vez más débil. Terminó por mover su cama al lado de la ventana, intentando acariciar la luna antes de que se volviese loca. Desde allí observaba pasar a la poca gente que salía a tirar la basura, las nubes, los árboles moverse, el gato de la vecina peleándose por volver a entrar en casa... Era cuestión de acoplar ese espacio que antes llenaban litros de inconstanteces...
Y terminó. Casi sin que se diera cuenta. Dejando, mientras pisaba con sus converse negras de charol el suelo de piedras, una extraña sensación de alivio que se acompañaba por un enorme vacío. Que se olía, que se notaba, que se sentía... Monipenny sabía que habían cambiado cosas desde que no se miraban. Y eso que le gustaba mirarle y perderse en sus rizos, que se largara por las mañanas sin ni siquiera compartir un sorbo del té. Recordaba como a él le gustaba abrazarla y quitarle la ropa. Matarla a cosquillas de vez en cuando. Hablar de cosas banales y que parecieran importantes.
El asiento de la parada del autobús ahora se había deshelado. Lo que son las cosas, ya no le regalaría una mirada ni aunque fuera el dueño de su universo.
La chica de los gatos.
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