domingo, 13 de enero de 2013

Once.


Se relaja y trata de disolverse en un sueño agitado, pero más reconfortante que los que había tenido las últimas noches. A mitad de la noche se despierta, aterrada y fría, esa angustia otra vez apoderándose de su cerebro, pintándolo de sombras. Algo raspa dentro de ella, miedo, pánico que se infla con cada inhalación. La vienen a buscar, la raptan de la vida triste que había jugado con su cuerpo más de una vez. No quiere ver, se tapa los ojos con ambas manos, extrañando paz, se seca la transpiración de su cara. Se viste torpe y apresuradamente, necesita más que nunca salir de su habitación.
Sus padres en el otro cuarto no se enteran de que su hija ha conocido la locura. Parece que en sus estrechas vidas la ausencia permanente de este ser melancólico no es suficiente. No ven sonrisas y no se preguntan por que. Es más importante la mancha de aceite en el pantalón, que la mancha mortal que lleva pegada ella. Definitivamente no es común que una muchacha de 15 años duerma con la luz encendida, y que deambule por la calle asustándose con cada ruido.
Sale a la ciudad, camina en cualquier dirección buscando un sitio en el cuál poder tomar algo. Hay un bar a dos calles de su casa que posiblemente esté abierto, y en el que posiblemente estén las desgraciadas víctimas del desasosiego. En el trayecto se enciende un porro, lo disfruta, o al menos de eso se trata. Se va por el cielo estrellado, por la noche preciosa y por la luna brillante. Para ellos no es un mal día. Inesperadamente le contagian un poco de bienestar. Es increíble sentir cómo el cuerpo se relaja. El tiempo pasa y su corazón no se entera. Está detenida en una esquina, mirando el cielo, buscando respuestas.

La chica de los gatos.

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