lunes, 27 de enero de 2014

Veintisiete.


Era arisco (alguna vez llegué a pensar que era el único animal de la familia de los gatos que había evolucionado a humano), prepotente con aires de chulería y una mirada oscura, desafiante; que era capaz de fusilar a cualquiera que se encontrara en el bando opuesto.
Manteníamos un tira y afloja de una cuerda que estaba a punto de quebrar, un deseo contingente que me comía poco a poco; me mataba; no imaginaba nada más que llevarle lejos de allí, perdernos; pero a él no podía decírselo. Éramos como el frío y el calor, el calor funde el hielo y el frío apaga el calor... No encontrábamos el punto medio entre los dos extremos.
Yo sólo era para él la lana que se enredaba precipitadamente entre sus brazos, entre sus piernas, y que jugaba a quedarse allí. Anudándose. Él la apartaba en el momento que se cansaba, sin remordimiento. Cuando volvía a necesitar algo con lo que jugar aparecía yo de nuevo. Sin cesar.
Es que, al fin y al cabo él no dejaba de ser ese gato arisco que jugaba cuando le apetecía con su lana, y yo, no quería aparecer siempre a su disposición, pero lo hacía. Hasta gastar el ovillo.

La chica de los gatos.

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