domingo, 19 de enero de 2014

Diecisiete.


A veces da miedo abrir los ojos, porque a lo mejor los abres y ves todo patas arriba. Y eso es lo que en realidad da miedo, los cambios. Como un niño que juega al escondite tapándose los ojitos, creyendo que así no lo ven, uno a veces cierra los ojos como si así fueran a desaparecer los problemas. Como si muerto el cartero, fueran a desaparecer las cartas anónimas. Uno se hace el tonto, como si el dolor que siente no existiera. Uno odia y quiere a esa persona o a ese espejo que te canta las cuarenta. Uno odia y quiere a quien abre tus ojos. 
Abrir los ojos tiene gusto a membrillo con queso: es agridulce. Por un lado, como que se pierde la magia, pero por el otro... se sale del engaño. A veces lo que tenemos que ver es tan horrible, que preferimos hacer la vista gorda y cerrar el corazón, y vivir en una caja de cristal. Y otras veces la burbuja se pincha, y no queda otra que abrir los ojos y mirar lo que no queremos ver. El corazón se nos estruja y nos quedamos sin aire, ahogados.
Duele abrir los ojos. Es como salir de la oscuridad, que la luz te deje ciego. Ojos que no ven, corazón que no siente. Mejor mirar para otro lado, dicen. Meter la cabeza en la tierra como hace el avestruz. Pero para que algo cambie hay que romper la burbuja, hay que salir de la cajita de cristal. Abrir los ojos y animarse a ver, aunque lo que haya para ver nos estruje el corazón.

La chica de los gatos.

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